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JUGANDO ENTRE TUMBAS
Por Ángela Ruano
El cementerio del pequeño pueblo de
Sayatón, está como todos los campos santos.
A las afuera del mismo.
Blanca y Ángela son dos niñas muy especiales, despiertas y muy imaginativas. Blanca tiene ocho años y Ángela nueve. Son primas segundas.
Su mayor distracción es ir al cementerio. Se van andando en los días primaverales, cogen flores silvestres por el camino, que luego depositan en las tumbas de sus familiares o en las que ven que no tienen ninguna flor.
Se saben todos los nombres de las lápidas y se pasean entre ellas.
Su abuela le preguntón a Blanca si rezaban un Padrenuestro a los muertos, y ella le contestó que eso no.
El Día de los Difuntos, ese gran día cuando la mayoría de los familiares se acuerdan de que tienen un muerto en el cementerio como si no hubiera más días para visitarlos llegó Carmen, una tía de las niñas, a lavar la lápida y poner flores frescas. Cuál fue su asombro al ver que en todas las tumbas de sus seres queridos, había un lirio de plástico feo y sucio.
— ¿Quién lo habrá puesto? —comentó a su hija Isabel que le acompañaba.
—No sé, mamá, pero es muy raro. Estas flores están descoloridas y feas.
—Tenemos que resolver este enigma ¡¡Quítalas ahora mismo!! —le dijo a su hija.
Las dos niñas estaban detrás de una tumba escuchando todo lo que hablaban su tía y su prima y salieron de su escondite. Dirigiéndose a ellas, les dijeron las dos:
—Que sepáis que os estamos oyendo. Y hemos sido nosotras las que hemos puesto esa flor. Las hemos cogido del contenedor de la basura. Y solamente hemos puesto la flor a nuestros familiares.
Carmen e Isabel, se partían de la risa con la ocurrencia de las dos niñas.
En otra tumba estaban pegando las letras del nombre de un recién fallecido y Blanca que no se corta ni un pelo, se acercó y les dijo:
—Cuando terminéis, podíais pegar estas letras de la lápida de mi abuelo, le faltan dos: una A y una Ñ. Pero no le hicieron el menor caso, y se quedar con las letras sin pegar.
En invierno, suelen ir al cementerio montadas en sus bicicletas y se pasan horas dentro de él.
Un día en el alto del cementerio oyeron un chirrido de puertas oxidadas y se escondieron detrás de una gran cruz de piedra para ver sin ser vistas. Se quedaron perplejas.
Un rayo de sol iluminaba la puerta de la cripta y vieron como salía de ella una sombra blanca transparente, que se dirigía hacia ellas. Efectos de los rayos del sol, parecía un fantasma.
Era un niño más o menos de su edad. Pálido como la luna, muy delgado y envuelto en una humilde sábana. En la mano llevaba un pequeño cuaderno y un lápiz.
Salieron de su escondite y le preguntaron:
— ¿Tú, qué haces en este cementerio? No te hemos visto nunca y venimos muy a menudo.
—Vivo aquí, en la cripta.
—Ja, ja, y nosotras vivimos en una estrella.
— ¿Cuántos años tienes? ¿Cómo te llamas?
—Me madre me llama Martín.
— ¡Que no sabes cuántos años tienes!
Yo tengo ocho y me llamo Blanca, y mi prima se llama Ángela y tiene nueve. ¿Por qué llevas un cuaderno y un lápiz?
—Copio las letras de las lápidas.
— ¿No sabes leer ni escribir?
—No.
— ¿Nos dejas que te ayudemos? Nosotras sabemos, leer y escribir muy bien.
En un primer momento Martín sintió el impulso de negarse —eran sus lápidas ¿no? —pero enseguida se dio cuenta de que era una tontería y pensó que hay cosas que pueden ser divertidas sí se hacen a la luz del día y con unas amigas mejor. Así que contestó.
—Vale.
—Nosotras te enseñaremos. — ofreció Ángela con una de sus mejores sonrisas.
Se pusieron a copiar los nombres que habían en las lápidas y le enseñaron a juntar
las letras para formar una palabra y a pronunciarlas correctamente.
—Ahora nos tenemos que ir, se hace tarde volveremos otro día.
—No queréis oír mi historia. Me la ha contado mi madre adoptiva.
—Nos gustaría mucho, pero te hemos dicho que es tarde, y si no llegamos a la hora, saldrán nuestros padres a buscarnos.
—Qué pena. ¿Me prometéis que volveréis? Me gustaría mucho jugar con vosotras, hace tanto tiempo que no lo hago. Recuerdo que me gustaba mucho el escondite.
Ángela y Blanca se quedaron un poco triste al ver la cara suplicante de aquel niño. Pero estaba oscureciendo y tenían que irse a casa. Aunque volverían, de eso estaban seguras.
—Adiós, Martín, hasta pronto. —dijeron las dos niñas.
Cuando llegaron a sus casas, las niñas contaron que tenían un amigo que vivía en el cementerio. Como tienen tanta fantasía, no se lo creyeron los padres.
Pensaron que sería un amigo imaginario.
Tardaron en volver al pueblo, ya que las niñas vivían en la ciudad y tenían que ir al colegio. Pero pronto serian las vacaciones de Semana Santa y las pasaban siempre en el pequeño pueblo.
Estaban deseando ir al cementerio a ver si Martín seguía allí, o había sido una jugarreta de su imaginación.
En cuanto llegaron, cogieron las bicicletas y se fueron derechitas al campo santo. El día estaba un poco gris, amenazaba lluvia.
Empezaron a llamar a Martín a gritos, pero al niño no se le veía por ninguna parte.
Se acercaron a la cripta y, le llamaron a través de la puerta. Oyeron una voz de mujer que les dijo que Martín había salido hacía un rato.
Las niñas no se lo podían creer, se miraron un poco extrañadas.
— ¿Has oído Ángela? ¡Nos ha contestado una muerta!
—No digas tonterías, esto tiene que tener una explicación. Los muertos no hablan.
Martín apareció detrás de un nicho, muy sonriente.
— ¡Hola! Creí que no volveríais más, pensé que os había asustado.
—Ja, ja, a nosotras no nos asusta nada ni nadie. —le contestó Ángela.
—Te hemos ido a buscar a la cripta y nos ha contestado la voz de una mujer.
—Sí, es mi madre adoptiva. Os quiero presentar a unos amigos míos. Mirad, este es Juan y esta es Aurora.
—Ahí no hay nadie ¿te quieres reír de nosotras? —comentó Blanca con mal genio.
—Perdonad, es que son invisibles. Ellos sí están muertos.
— ¿Y tú cómo los puedes ver?
—Llevo tanto tiempo viviendo con ellos que he desarrollado muchos más sentidos que los cinco que dicen que son los normales.
Los amigos de Martín querían jugar con las niñas y no se les ocurrió otra cosa que tirarles del pelo.
— ¡Pero qué hacéis! ¡Estáis locos!
Cuando os podamos ver, os vais a enterar de lo qué vale un peine. ¡Serán frescos! —les dijo Blanca muy, pero muy enfadada.
—Discúlpalos, hace mucho tiempo que no ven a otros niños vivos, solamente a mí.
—Y tú, más que un niño, pareces un zombi. Vamos a hacer una cosa, mañana vamos a traer sábanas o trapos, lo que encontremos de colores, para que se lo pongan tus amigos y así por lo menos sabremos dónde están. ¿Qué te parece Martín? —comentó Blanca.
—Me parece una buena idea.
Al día siguiente aparecieron las dos niñas con trozos de tela que habían encontrado, uno era rojo, otro verde y otro amarillo. Cuando salió Martín con sus amigos les puso los trozos de tela y ¡voila! se podía ver dónde estaban. Eran como medios fantasmas. A los niños invisibles, bueno más bien a los espíritus, porque eso es lo que eran, les gustó mucho, por fin tenían un traje a medida. Así que Blanca, Ángela, Martín el medio espíritu, Juan y Aurora espíritus completos empezaron a jugar, aunque primero las niñas le tomaron la lección a Martín, el cual había avanzado mucho en la escritura y la lectura.
Blanca y Ángela le habían llevado varios cuentos para que los leyera y a Martín le habían gustado mucho. Cuando se los devolvió olían a humedad y flores. Después de ver los logros del niño, se pusieron a jugar al escondite.
En la oscuridad, un espíritu maligno acechaba los jugadores.
Aurora empezó a contar… ronda, ronda quien no se haya escondido que se esconda.
Todos salieron corriendo a esconderse, con la mala suerte de que las dos primas se acercaron mucho a una tumba abierta y un viento gélido las empujó hacía el fondo.
—¡¡SOCORRO!! MARTÍN, JUAN, AURORA, SACADNOS DE AQUÍ. —gritaban con todas sus fuerzas. Los espíritus de los niños, estaban escondidos cada uno en una punta del cementerio y no las oían.
—POR FAVOR, QUE ESTO ESTÁ MUY OSCURO Y HONDO, NO PODEMOS SALIR ¿DÓNDE ESTÁIS? Silencio sepulcral. Blanca y Ángela decidieron sentarse en el fondo de la tumba a esperar.
Al cabo de un tiempo, al ver que las niñas no iban a buscarlos salieron de sus escondrijos. No las veían, habían desparecido.
—Estas humanas son la monda, nos han dejado y se han largado, eso no vale, no hemos jugado nada.
De repente oyeron unos lamentos y se fueron los tres a ver lo que pasaba en su cementerio. Pero no veían nada. Mientras tanto, Blanca y Ángela no paraban de gritar. Por fin vieron la tumba abierta y se asomaron. Allí estaban las dos niñas casi a punto de soltar unas lágrimas.
—No os apuréis, ahora voy a por una escalera y os saco. —les dijo Martín.
Se fue a la caseta del enterrador y agarró una larga escalera, que llevó en volandas ayudado por Juan y Aurora.
—Ya estoy aquí. —Metió la larga escalera en el foso. Cuando Blanca se disponía a subir, ya que era la más pequeña, una mano huesuda y grande la agarró por los pies.
—Dee aaaquuíii no se vaaa nadie. Por interrumpir mi sueño os quedaréis conmigo para sieempreee. Ja,ja —y sacó la cara de la tierra sonriendo con una sonrisa de calavera cabreada.
—Por favor déjenos salir, —le dijo Blanca.
Martín, Juan y Aurora, sabían quién era. En su vida terrena había sido un señor que odiaba a los niños. Pero también sabían que le gustaban las canciones y empezaron a cantar:
Rascayú cuando mueras qué harás tú
Tú serás un cadáver nada más.
Por las noches iba al cementerio
A visitar la tumba de su esposa
Y la gente murmura con misterio
Es un muerto escapado de la fosa.
El esqueleto soltó a Blanca, y se puso a bailar como un poseso, circunstancia que aprovecharon las dos niñas para salir de la tumba y dejarlo con dos pares de narices.
Cuando terminaron de cantar sus viejos huesos se desbarataron de tanto bailar y quedaron sepultados para siempre.
—Qué susto hemos pasado, gracias a vosotros lo podemos contar.
—Menos mal qué estabais con nosotros si no tal vez no habríamos conseguido salir del hoyo.
Se cogieron de la mano se pusieron en corro y juraron que serían siempre, siempre amigos.
Martín quería contar su historia él porqué vivía en el cementerio.
— ¿Queréis que os cuente mi historia?
—Lo estamos deseando. —contestaron las dos niñas al unísono. Se sentaron alrededor de una lápida, concretamente la del abuelo de Blanca. Se sentía segura sentada allí, pensaba que su abuelo la protegía de todas las cosas que pudieran pasarle. Aunque no le conoció. Le quería.
Martín empezó a contar:
Mis padres eran dos personas muy buenas, trataban de ayudar a todas las que lo necesitaran. Eran curanderos, o magos, no lo sé muy bien. Un día les llevaron a una niña que estaba desahuciada por los médicos. Mis padres dijeron que no podían hacer nada por ella, solamente rezar. Entonces, los padres de la niña se enfadaron mucho en su dolor y empezaron a correr el bulo de que a su hija la habían matado mis padres. Y una noche que estábamos durmiendo, prendieron fuego a mi casa con todos nosotros adentro.
Yo por entonces tenía cuatro años. Me acuerdo porque el día anterior celebré mi cumpleaños. Me desperté con el ruido de las llamas y salí corriendo. No sabía a dónde ir y terminé durmiendo en el cementerio. La gente del pueblo había enloquecido, querían terminar con toda la familia. Estuve sin comer muchos días, pero no quería salir de aquí por miedo a que me cogieran. Del susto perdí la memoria.
Gracias a mi madre adoptiva y a sus amigos, he podido ir recuperando algunos recuerdos.
Por las noches se reúnen todos los muertos, bueno, no todos a charlar de sus cosas, y un día me vieron allí dormido. Mis padres adoptivos habían muerto los dos en un accidente de coche. No habían tenido la suerte de tener hijos. Cuando desperté note un suave calor que me envolvía y me sentí por primera vez que algo superior me protegía. Lo supe después. Era mi madre adoptiva que me miraba llena de cariño. Estuvieron días discutiendo si me adoptaban. Era un humano y no podía vivir con ellos. Al final como siempre pudo ella y cómo vivían en la cripta que es muy espaciosa, me llevaron con ellos.
El principio fue duro, pues yo no los podía ver ni oír, solamente notaba su presencia. Pero con el tiempo y la ayuda de la mayoría de los muertos, aprendí cómo hablar con ellos y verlos.
Un día bajé por la noche al pueblo para no encontrarme con nadie, a ver lo que había quedado de mi casa. Era una ruina estaba calcinada y mis padres convertidos en polvo. No pude recoger nada de nada de mi vida.
Subí llorando, y no quise saber nada de los humanos. Aquí me tratan muy bien y tengo todo lo que necesito.
— ¿Y qué comes? —preguntó Ángela.
—Todos los días viene una anciana y deja una cesta de comida.
— ¿Cómo es eso? Ella sabe que tú estás aquí.
—Supongo que sí, era una amiga de mi madre. Siempre viene al atardecer para que no la vean. También deja algo de ropa que tengo guardada. Con la sábana me encuentro muy cómodo.
Tengo una agradable habitación, me quieren mucho y me cuidan mis padres adoptivos. Yo también los quiero mucho a ellos también.
Me gustaría aprender a leer y a escribir para algún día poder bajar al pueblo e ir a la escuela. Ya no me conocerá nadie y podré labrarme un porvenir. Esa es mi idea y me ayudan muchos mis amigos. Aurora es la niña que murió en brazos de mi madre. Nos llevamos muy bien. Ella no tiene la culpa de lo que hicieron sus padres, estaban locos de dolor.
— ¿Qué tal si seguimos jugando al escondite? Pero tened más cuidado humanas. Ja, ja.
Jugaron un rato más, hasta que a Blanca y Ángela se les hizo la hora que volver a su casa.
—Hasta pronto, volveremos.
Se despidieron de sus nuevos amigos. Qué aventura más espeluznante habían vivido las dos. Bajaron al pueblo muy contentas. Tenían un gran secreto que guardar, alguna vez lo contarán porque son unas charlatanas, otra cosa es que las crean.
Terminado el 2 de noviembre del 2012.
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