ENRIQUITO
Cuento de Felipe Oliva Alicea
a E.P.D., lobo y amigo.
(para niños de mas de 10 años)
En cuanto la luna llena se posara en la mata de tamarindo, Enriquito saldría al patio, se quitaría el pijama y, muerto de risa, se convertiría en lobo.
¡Auuuuuuuuuuuuuu!, aulló bajito, y se relamió pensando en la cara que pondrían los del sexto cuando lo vieran así.
Les haría pasar tremendo susto. Seguro se hacían caca. Pero lo tenían bien merecido. Así no se burlarían más de él y de su ojo entretenido. Con la candela no se juega. Ni para hamburguesas iban a servir.
Él no tenía la culpa de ser como era. Si a los otros niños les gustaba la pelota o el fútbol, a él, no. No servía para eso, y cada vez que jugaba con ellos era una verdadera tortura, sobre todo para los de su equipo que le gritaban horrores, sin tener en cuenta que el bate y la bola eran de su propiedad.
Prefería leer. Eso le daba mucho placer. Y le encantaba soñar despierto. Sólo entonces el ojo se le ponía derecho.
Por eso, y no por su bizquera, era distinto a los demás. Y por eso, y para que se le enderezara la vista, tenía que usar espejuelos con esparadrapos en los cristales. Y por eso, y aunque fuera cruel, los del sexto le decían Lechucita.
Desafortunadamente, nadie le ponía un esparadrapo a su alegría para enderezarla. Al contrario. Cada vez se la viraban más, principalmente su hermano.
Andresito era su reverso. Dos años mayor que él, daba batazos tremendos y podía dedicarse perfectamente al fútbol. A todo el mundo le caía bien y las muchachitas le pintaban fiesta para que les dijera algo, y hasta llegaban a disputarse el ser sus novias.
Como si fuera poco, Andresito era listo y fuerte y tenía unos ojos preciosos.
En realidad, no tenía por qué ser malo. Al menos con su hermano. Pero le gustaba hacer maldades y reírse de los que tenían defectos. Eso sí: nunca lo llamó Lechucita; le gustaba más decirle El Pirata Bizco.
Dalia, su mamá, le explicaba que Andresito estaba celoso porque ella quería mucho a su pequeñito. Pero Enriquito no lo comprendía. Meditabundo, apenas miraba de frente. Así evitaba la mirada de los que, sin querer, trataban de adivinar cuál era el ojo del problema.
Por otra parte, ya no era tan pequeñito. Había crecido y su cuerpo le pedía cosas. Y a escondidas se acariciaba. Y se veía feo, con espejuelos o sin ellos. Y le rogaba a Dios que lo volviera tuerto para que Andresito no le dijera Pirata Bizco delante de la niña de la cual estaba enamorado.
Los tuertos inspiraban temor. Según su papá era mejor que lo temieran a uno a que no lo respetaran. Tienes que romperle la cabeza a unos cuantos, le decía. Por eso aprendía kárate. Se volvería un pitara karateca y le entraría a patadas a los que se metieran con él. Sería el Bruce Lee del cuarto grado. Y a otra cosa, mariposa.
Su tío Félix decía eso cuando acontecía algún cambio en su vida que no podía evitar. Qué se le va a hacer. A otra cosa, mariposa.
Félix había tenido una pila de fracasos amorosos. No obstante, cada vez que se empataba con él, le daba una pila de consejos respecto a cómo triunfar con las mujeres.
Según su tío y un tal Arsenio Rodríguez después que uno vive veinte desengaños, qué importa uno más, y entonces cantaba sin comprender que Enriquito no sabía de fracasos ni de mujeres ni de boleros. Lo de él eran las niña. En particular, una muchachita de sexto grado del aula de su hermano que tenía por sonrisa un arco iris.
Evelyn le sacaba media cabeza y era la hermana de Tony, su mejor amigo. Bonita y tratable, vivía a dos cuadras de su casa y tenía tipo de angelito con tetitas. Por eso, al acostarse, él la transformaba en su almohada y la abrazaba y la besaba. Mucho. Siempre. Despierto y en sueños.
Cuando una tarde la vio del brazo de Andresito, se cayó por un barranco y la realidad le hirió el pecho. Esa noche la luna entró en sus ojos y gimió con él.
No lo comentó con nadie. Ni siquiera con Tony. No iba a comprenderlo. Aún era muy niño, aunque tenían la misma edad.
Tampoco se lo contó a su mamá. Bastante tenía con que “el padre de sus hijos”, como ella le decía, se hubiera ido con otra. Si le decía que su pequeñito también estaba enamorado, no lo resistiría.
Sí, la vida era un bolero complicado que no sabía entonar. Más que un sueño, una pesadilla. Pero, aunque el cuarto creciente de la luna, Arsenio Rodríguez y su tío Félix formaran un trío y cantaran a toda voz que todo es mentira, que nada es verdad, Evelyn le pertenecía. No sólo lo feo le iba a tocar. Evelyn era suya porque era una de esas princesas de los libros que leía y nadie más que él la podía rescatar. Con arco iris, tetitas y todo. Sólo ella le ajustaba la vista, la vida y el corazón. Nadie se la podía quitar.
En cuanto la luna llena saliera y se posara en la mata que sembró su abuelo antes de subir al cielo, Enriquito se convertiría en un hombre lobo y, auuuuuu, acabaría con la quinta y con los mangos. Y a otra cosa, mariposa.
Al día siguiente todos hablarían de eso. Nadie dejaría de comentar sobre la aparición de la fiera que acabó con media docena de alumnos del sexto grado. A nadie se le ocurriría pensar que Enriquito, que no mataba ni una mosca y no daba guerra alguna, se fuera a convertir en el enemigo público número uno. Ni Tony con sus ganas de ser científico, ni su padre que andaba con una jovencita, ni su mamá que quería que se quedara pequeñito.
Sólo Evelyn lo sabría. Él se lo diría. A solas. Mientras los demás huían. Le saldría al paso y le confesaría que sólo por ella era lobo. Un lobo capaz de matar por amor.
Fue entonces que la luna se encaramó en la mata de tamarindo.
Durante un minuto los blanquecinos reflejos le dieron en pleno rostro. Los ojos de Enriquito se clavaron fijos y con fiereza en un mismo deseo, y antes de que una fuerte conmoción lo lanzara por el piso, sintió que los pelos se le erizaban y que los colmillos no le cabían en la boca.
FIN
Año 1998