El sueño del reencuentro
Harold Daniel Montes. Grado 11°-Categoría 3
Apia–Rda. Institución Educativa Sagrada Familia.
Hubiera querido empezar de otra manera mi historia, pero la siento tan mía que no tengo otra opción, parece que esta hubiera existido siempre porque, más que mi historia, debiera ser la historia de todos, o por lo menos de muchos que vivimos adormecidos en un eterno engaño.
Todo comenzó aquel día en el que nunca imaginé que una salida al campo con los compañeros del colegio marcaría mi vida tan drásticamente. El tour empezó a las 6 a.m. El bus salió muy temprano y mi hermana, retardándose como solía hacerlo para todos los eventos importantes, casi nos hace perder el viaje; a medida que avanzábamos hacia nuestro destino, ella y yo dormíamos durante todo el trayecto. Hasta que por fin el bus paró y nuestro guía nos dio la bienvenida, dijo que estaba seguro que sería una gran experiencia para todos. Recuerdo que vi en su mirada un brillo intenso, que aún no lograba descifrar.
Al bajar del bus, el aire frío y húmedo del páramo me tomó por sorpresa; se supone que debíamos estar todos juntos para iniciar el recorrido pero yo me adelanté un poco, pues unos metros más arriba la naturaleza dejaba ver sus impactantes formas. Sin embargo la piedra era demasiado lisa y el musgo húmedo favoreció que cayera en lo profundo del bosque; mientras rodaba podía escuchar los gritos de mis compañeros y profesores a lo lejos. Descendía rápidamente entre piedras y ramas hasta que todo a mi alrededor se nubló y solo recuerdo el momento en que la luz del Sol iluminaba mi rostro, y una suave brisa acariciaba mis mejillas y me susurraba en un lenguaje desconocido, cientos de palabras al oído. Todo parecía normal de no ser por los dos ojos indios que me miraban desde lo alto de un árbol y me hacían sentir como si ya supieran el significado y el motivo por el cual estaba allí. Aquel viejo indígena de poca estatura, cabello lacio, dulce cara y sobre todo ojos negros profundos, me miraba con entusiasmo; lentamente bajó, me tomó la mano y ayudó a levantarme. Recuerdo que le pregunté su nombre y me respondió con una sonrisa. Me llevó hasta la punta de un acantilado y sin previo aviso me lanzó y se lanzó conmigo al vacío; de repente éramos pájaros volando a través de cordilleras y soñando entre las nubes. Más tarde fuimos agua cayendo en forma de gotas suavemente desde el cielo hasta besar la Madre Tierra, fuimos venados corriendo entre verdes praderas de esperanza, y por último nos transformamos en águilas acariciando el Sol. Fue entonces cuando pude comprender el lenguaje del viento, el llanto eterno del agua en la cascada, y el grito mudo de pacha mama: era el llamado de la naturaleza; comprendí al fin que el ser humano era parte de ella, así que aunque muchos intentaran negarlo y avergonzarse de ello, solo volver a nuestras raíces, aprender a dialogar con el hermano árbol, solo danzar alegremente bajo la lluvia y aprender a pintar del azul del cielo nuestros sueños, nos haría encontrarnos de nuevo con nosotros mismos y recuperar el respeto perdido hacia la vida, el respeto perdido hacia la naturaleza. Entonces mis alas se hicieron pesadas hasta transformarse de nuevo en brazos, y mientras caía, el anciano tomó mi mano y obsequiándome una hermosa flor silvestre, me dijo:
– Estás listo…
Cuando desperté, todos mis compañeros estaban a mi alrededor; me di cuenta que solo había rodado unos cuantos metros y que llevaba un poco más de cinco minutos allí. Muchas dudas pasaron en ese momento por mi cabeza, hasta que lentamente una sonrisa de agradecimiento se dibujó en mis labios cuando al bajar la mirada, en mi mano derecha, y guardada como un tesoro por mis dedos, se encontraba una bellísima flor de color violeta y blanco.
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Una Gotita de Agua