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LA ÚLTIMA REBELIÓN
de Germán Cáceres
La historia de los quilmes está colmada de hechos heroicos. Pero ninguno es tan recordado como el de Abel y Martita, dos niños muy amigos que eran casi novios pues planeaban formar una familia cuando fueran más grandes.
Muchos opinan que se trata de una leyenda, otros que el suceso fue real. Aunque poco importa, dado que su hazaña sintetiza todas las que realizaron los quilmes en su lucha contra los conquistadores españoles, cuya violencia llegó al extremo de desterrarlos desde los Valles Calchaquíes, en Tucumán, hasta el sur de la provincia de Buenos Aires.
En esa cruel travesía a pie, los aborígenes soportaron hambre, enfermedades y atropellos. Finalmente, heridos en su orgullo, decidieron iniciar lo que sería la última rebelión.
Pero los españoles no sólo estaban provistos de armas de fuego como el arcabuz y el mosquete, sino también de espadas y ballestas, de manera que aplastaron la insurrección de los indígenas, que sólo contaban con arcos, flechas y lanzas, y decidieron darles un escarmiento en la persona de un cacique, al que ataron a un poste y castigaron con latigazos para humillarlo ante sus hombres. Fue un error táctico, pues el cacique era nada menos que el padre de Abel, quien, indignado, decidió vengar ese ultraje.
Le pidió ayuda a Martita, y juntos observaron con detenimiento a las tropas enemigas. Les llamó la atención tres soldados que hablaban kakán: seguramente se los había enseñado algún sacerdote católico. A la chica se le ocurrió una idea, que Abel aprobó enseguida, y comenzaron a urdir un plan, que consistía en explotar la enfermiza codicia de los conquistadores. Les llevó varias horas concebirlo, de modo que resolvieron dormir bien esa noche y empezar a ejecutarlo el día siguiente.
A la mañana bien temprano, se acercaron a dichos soldados y debieron contener la risa que les causaba sus coloridos jubones y calzas rojas.
Y les ofrecieron conducirlos hasta una mina de plata que, además, contenía tesoros de los ancestros incas. Los ojos de los españoles se agrandaron como si fueran soles, y ofrecieron como recompensa a Martita un collar y a Abel la empuñadura de una espada rota, cuya hoja podría reemplazar por una rama de un árbol para jugar con ella. Los pequeños aborígenes sabían que eran baratijas, pero hicieron como si no se dieran cuenta: estaban acostumbrados al desprecio que sentían los invasores por la inteligencia de los indígenas.
Entonces llevaron a los tres soldados al abra del Infiernillo, un sendero escarpado entre montañas y rodeado de una vegetación exuberante y de variados colores. La ruta era estrecha, de manera que caminaban en fila india: Abel iba primero, lo seguía Martita y a continuación marchaban los españoles.
Por tramos, se abría un claro en la selva, y surgían precipicios inmensos que parecerían desembocar en el centro de la Tierra.
Los conquistadores comenzaron a fatigarse: no estaban acostumbrados como Abel y Martita a recorrer esos desfiladeros tan difíciles y, además, les pesaban las armas y no les favorecían sus frecuentes excesos de comida y de alcohol. Por si esto no fuera suficiente, la senda se angostó aún más: alarmados, los soldados resolvieron caminar con sus espaldas apoyadas en las laderas cortadas a pico que bordeaban el camino. Los chicos se guiñaron el ojo en señal de complicidad.
En cuanto el hijo del cacique vio una pequeña pendiente inclinada que permitía subir a una cuesta, con una agilidad pasmosa y la velocidad de un relámpago, dio una salto hasta ella. Y, desde arriba, empezó a tirar piedras a los invasores, que, sorprendidos e impotentes, se veían en problemas para tomar sus armas. Martita aprovechó el descuido y trepó también a la cuesta. Entonces ambos empujaron un enorme peñasco que cayó sobre los atribulados españoles, que se despeñaron al vacío. Luego los chicos descendieron con sumo cuidado hacia el fondo del precipicio, porque si bien bajar es menos esforzado que ascender, resulta más peligroso porque existe la posibilidad de resbalar y caer.
Encontraron a los soldados sin vida, pero con las armas intactas encima de sus cuerpos, como si instintivamente su espíritu guerrero las hubiera protegido.
Abel y Martita tomaron un arcabuz, un mosquete, una ballesta y las tres espadas e iniciaron el regreso.
A llegar extremadamente fatigados donde acampaban los prisioneros indígenas, se encontraron con que el cacique se hallaba reunido con el padre de Martita: estaban preocupados por la ausencia de la parejita.
Al recibir el armamento traído por los chicos, el cacique tomó una decisión crucial e irremediable: había que salvar la estirpe de los quilmes, y para ello era necesario que huyeran y se refugiaran en las montañas sólo cuatro familias.
Durante la noche, el grupo de quilmes se lanzó a la fuga con gran consternación porque de alguna manera sentían que abandonaban a los suyos.
Una partida de españoles se lanzó en su persecución en cuanto su desaparición fue notada. Pero el cacique había previsto esta represalia y decidió tenderles una trampa. Y se parapetaron en la cumbre de un cerro, un lugar siempre estratégico para los quilmes, porque les servía de atalaya para vigilar los movimientos del enemigo.
Abel y Martita no quisieron quedarse afuera de la futura batalla y se dedicaron a preparar sus municiones: levantaron una inmensa pila de piedras puntiagudas.
A los españoles les costó mucho encaramarse hasta la cumbre del cerro porque carecían de preparación física.
Los quilmes se jugaron el todo por el todo y permitieron que los invasores llegaron hasta veinte metros de donde se encontraban fortificados, de modo que los chicos pudieran alcanzarlos con sus piedras.
Abel y Martita iniciaron el combate, y los desprevenidos conquistadores - que ignoraban la muerte de sus tres soldados- al recibir el certero impacto de la pedrada se llevaron las manos a las caras. Luego, la descarga del mosquete, del arcabuz, de la ballesta, de las flechas y de las lanzas cayó como un rayo diabólico sobre ellos. Totalmente desorientados se disparaban entre sí, hasta que huyeron despavoridos, perseguidos por los bravísimos quilmes, tres de los cuales también blandían espadas.
Los españoles, temerosos de que los demás quilmes pudieran acceder a las armas de fuego, iniciaron de inmediato el éxodo hacia el sur de la provincia de Buenos Aires.
Y así, gracias a la inteligencia y el valor de Abel y Martita, pudo salvarse la comunidad quilmes, porque pocos de los que llegaron al lugar de destierro pudieron sobrevivir el maltrato recibido de los invasores.
Germán Cáceres
"De la antología de varios autores ´La última rebelión y otros cuentos de nuestra historia`, Editorial Amauta, Buenos Aires, 2006"
NOTA: En el siglo XVII, el gobernador de Tucumán, Alonso de Mercado y Villacorta, se embarcó en una guerra sin cuartel contra los quilmes hasta desterrarlos de sus territorios y trasladarlos a la Reducción de la Exaltación de la Santa Cruz, en la zona donde hoy se encuentra Quilmes. En la actualidad, a doscientos cincuenta kilómetros de la ciudad de San Martín de Tucumán, esta radicada la Comunidad India Quilmes, dispuesta a recuperar –amparándose en la ley- los territorios que les fueron usurpados, dado que sus derechos están reconocidos por la Constitución Nacional. En la tarea los ayudan estudiantes de antropología, que -con computadoras, laboratorios fotográficos, televisores y cámaras de video-, están rescatando su pasado cultural. |
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