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La última bandera
Graciela Falbo
Eran siete los satélites del planeta Hkmir, uno de cada color, igual que el arco iris de la Tierra. En cada uno de los siete satélites se había desarrollado una civilización diferente. Ninguna de las siete civilizaciones sabía de la existencia de las otras. Durante siete mil años Hkmir permaneció deshabitado. Pero el séptimo día del séptimo año del milenio número siete las cosas cambiaron. Como si hubiera estado escrito en el libro secreto del universo que iba a suceder, ese día, siete naves tripuladas provenientes de los siete satélites, con setenta tripulantes cada una, descendieron en el corazón mismo del planeta.
Así se conocieron.
Siete naves con siete grupos y cada una llevaba su bandera.
Así se vieron por primera vez.
Se vieron, se miraron y se sorprendieron unos de los otros.
Los grupos tenían aspectos muy diferentes.
Algunas criaturas parecían huevos descomunales que lejos, se confundían con cantos rodados; hablaban con voces entrecortadas, como las radios cuando alguien mueve tontamente el dial. Otras eran transparentes, pero, apenas se movían, se volvían azules. Unas se comunicaban por medio de suspiros y otras con sonidos ásperos como crujido de hojas. Estaban los que tenían la piel color naranja, y cada vez que hablaban se les abría una boquita en el centro del pecho. En uno de los grupos todos tenían la piel tornasolada y en otro el cuerpo encendido de púas rojas. Por último había unos muy delgados que tenían dos pares de alas azules, cada una con un punto blanco en el centro.
Lo primero que sintió cada grupo al ver a los otros fue miedo, una agitación como la que a veces sienten los niños muy pequeños cuando ven la cara pintada de un payaso y la máscara los asusta y lloran buscando refugio en los brazos de sus madres. Pero en este caso todos eran adultos y el miedo se convirtió en furia. Sintieron el pecho caliente y las gargantas se llenaron de gritos, como si la ira los hiciera valientes.
Hasta que el jefe de uno de los grupos enarboló su bandera, la plantó en el centro del terreno y bramó:
- ¡Esta tierra es nuestra porque nosotros llegamos primero!
La sorpresa produjo de inmediato el silencio. El jefe, sin soltar la bandera anunció:
- Defenderemos nuestra bandera con nuestra vida.
Ahora en el centro del planeta Hkmir, que durante siete milenios había estado desierto, ondulaba una bandera, y la bandera le decía al viento:
- Soy una bandera. Esta tierra donde estoy plantada es mía. Así son las reglas de este juego.
Pero cada uno de los grupos quería ver su bandera en el centro del planeta. Se enfrentaron. Hubo una batalla. Y otra batalla. Y una tercer batalla. En cada batalla triunfaba un grupo distinto y cambiaba la bandera.
Y otra vez volvían a batallar.
Quien sabe por cuánto tiempo hubieran continuado. Pero algo sucedió.
Atraído por el ruido llegó un enorme pájaro metálico. Venía del lejano planeta de los Krigones, los seres de metal. Dentro del pico el pájaro traía una semilla. La semilla del árbol del Krigón. El ave abrió el pico y dejó caer la semilla. La semilla se hundió en la tierra y de inmediato creció el árbol del Krigón: alto como una torre de hierro. Así, veloces crecían los árboles metálicos en el planeta de los Krigones.
De inmediato el árbol dio sus frutos: siete Krigones, altos y violentos, cayeron de las ramas, se armaron sobre sus garras de acero y arrojaron fuego por sus fauces abiertas. Y los fuegos devoraron de una sola vez las siete banderas.
Ya no había más banderas para defender.
Los siete Krigones miraron a los vencidos con desprecio. Extendieron sus alas rojas, sacudieron sus cuerpos haciendo centellear las escamas metálicas que los cubrían, tensaron sus enormes colas que cimbraron como serpientes. Levantaron vuelo y se perdieron en el espacio.
El árbol de los Krigones, sembrado en el centro del planeta, había crecido y había dado sus frutos. El árbol había echado raíces. Las raíces no se pueden arrancar de la tierra como una bandera. El pájaro que había visto el fin de la batalla y se disponía a partir, anunció
- Este árbol es la bandera de Krigón y nadie podrá sacarlo. Sólo una fuerza puede sacudir las raíces de nuestro árbol de metal. Pero ninguno fuera de Krigón la conoce, de modo que el árbol se quedará ahí para siempre - se burló el pájaro. Y luego desapareció por el horizonte.
Los siete grupos mantuvieron silencio. Rendidos, sin banderas y sin fuerzas.
Los Krigones ya no regresarían. Era sabido que sólo conquistaban los territorios sembrando su árbol guerrero para tomar poder y luego, una vez crecido el árbol, los abandonaban sabiéndose sus dueños.
No necesitaban quedarse porque con el árbol de metal instalaban el miedo.
El miedo era el peor enemigo. Con el miedo sembrado en su centro el planeta era un desierto amarillo y seco, donde solo hablaba el viento,
Los siete grupos se miraban con rabia, cada uno esperaba que los otros se fueran primero. Pero nadie se movía.
Entonces, desde el fondo de uno de los grupos, llegó un pequeño sonido. Era una risa que se escapaba y que, convertida en carcajada, sonó como campanadas en el centro del miedo.
- ¿Qué es lo gracioso? ¿de qué se ríe?
Y el que reía dijo:
- De nosotros, de nuestras caras de terror. ¡Tan distintos que parecíamos cuando nos vimos por primera vez!
Y era verdad, los rostros se reflejaban todos iguales, como en un espejo. Todos con la misma mueca rígida de rabia y pavor.
Unos a otros se miraron.
Y cuando se vieron.
Hubo un momento de sorpresa.
Enseguida alguien soltó la risa y otro y otro más.
Hasta que se escuchó un coro de carcajadas.
Una oleada de alivio recorrió el planeta.
Y los grupos, dejaron de temerse y se acercaron unos a otros para presentarse.
Se escucharon hablar hasta que pudieron entender sus respectivos idiomas.
Asi descubrieron que cada grupo tenía conocimientos diferentes y también ideas diferentes.
Y durante mucho tiempo se reunieron para conocerse e intercambiar sus historias.
Eran historias tristes y alegres: de triunfos y de derrotas.
Y cada uno, al escuchar lo que contaba, volvía a entender lo mismo de un modo distinto. Y cuando escuchaba las historias de los otros, comprendía más y más.
Cada historia se volvía más interesante a medida que se cruzaban entre si.
Cada historia agregaba algo a otra.
De ese modo crecía la imaginación y que a medida que la imaginación crecía los miedos se disipaban.
Un día alguien encendió para todos un fuego. Otro día alguien cocinó para todos un pan. Y otro día inventaron juntos la primera canción.
Los meses fueron pasando sin que lo advirtieran.
Durante ese tiempo las ideas se mezclaron unas con otras hasta que ya no importó cuál era de quién.
Una mañana alguien propuso sembrar los campos y construir viviendas para todos.
Recién entonces volvieron a recordar el árbol y sus terribles frutos de metal.
Allí estaba en toda su altura, en el centro del planeta, como una amenaza. Parecía que el árbol les hablaba:
- Imaginen cuanto quieran pero no olviden que este planeta ya tiene un dueño, y que yo estoy aquí. Yo soy su bandera.
El cielo estaba claro y el sol brillaba.
Los campos amarillos y vacíos se extendían bajo el amanecer.
Alguien dijo
- Aunque debamos irnos, aunque esta tierra no nos pertenezca, yo fui feliz junto a ustedes acá. Por eso quisiera dejar algo mío en este lugar.
Dicho esto, fue a su nave y regresó con una bolsa de semillas. Al verlo los demás recordaron que también habían traído semillas de sus planetas para no extrañar su lugar si decidían quedarse.
Esa tarde, mientras duró la luz del sol, sembraron el campo en toda su extensión alrededor del árbol de metal. La torre los miraba hacer, invencible y soberbia en su altura, como si desafiara al mismo sol.
La lluvia regó el campo al día siguiente. Y en poco tiempo las semillas se volvieron hojas y las hojas arbustos y los arbustos árboles que crecían más y más. Miles de árboles frondosos y muy distintos entre sí: troncos rojos, troncos amarillos y celestes, hojas verdes, hojas blancas, hojas de plata azules.
En pocos meses los árboles fueron un bosque fértil y colorido, repleto de matices, diferente a todos los bosques conocidos.
Y el bosque crecía cada vez más alto, envolviendo al árbol de hierro, como si lo abrazara con su enramada, hasta que solo quedó a la vista, lejana, la punta de la torre de metal.
El tiempo pasó. Olvidados del árbol de hierro, ignorándolo, los siete grupos decidieron volver a cada uno de los siete satélites a buscar a sus familias y regresar. Habían decidido convivir en el planeta sin banderas, un planeta que no pertenecería a ninguno y pertenecería a todos.
Siete meses más tarde, las siete naves que llegaban de las siete lunas se posaron por segunda vez en Hkamir. Durante esos siete meses en el planeta solo se había escuchado el silencio del viento en la enramada del bosque. Pero cuando las compuertas de las naves se abrieron, el silencio se rompió. Una algarabía de risas, saludos, presentaciones, como sucede cuando se encuentran los amigos que hace tiempo que no se ven.
Habían regresado para quedarse, traían herramientas, materiales. Habían dejado atrás el miedo y traían la fuerza de la alegría.
Levantaron sus casas, crearon escuelas y espacios donde encontrarse. Hicieron plazas, campos de juegos, teatros y grandes bibliotecas. Cada día nuevas ideas volvían a florecer.
Sin embargo, aunque nadie lo mirara, en las noches de las siete lunas, un brillo en la lejanía les mostraba que todavía estaba ahí la cúspide de la gran torre de hierro levantándose entre los árboles del bosque. Intimidante.
El tiempo siguió y siguió y siguió pasando.
Una mañana de primavera sorprendió a todos a lo lejos un ruido atronador. Un ruido sordo y lejano. Algo se desmoronaba. Algo caía, caía, caía, y se derrumbaba y resonaba como una cascada de metal.
Y todos pudieron ver como en el mismísimo lugar donde hasta hacía un momento se levantaba la gran copa del árbol de metal cubriendo el horizonte, ahora no había nada, solo se veía el cielo. Solo el cielo azul y los siete satélites brillando en la lejanía.
_ ¡¿El árbol cayó?!- gritaron algunos sin poder creerlo.
Y si. En el centro del bosque los restos metálicos del árbol cimbraban todavía, parecía el esqueleto partido de un animal formidable.
Recién cuando lo vieron de cerca pudieron comprender qué había sucedido. Durante todos esos meses, poco a poco, sin que nadie lo advirtiera, la humedad del bosque había corroído el metal, las ramas se oxidaron, el tronco se oxidó. El árbol poderoso había encontrado su fuerza enemiga, una fuerza lenta y callada, pero poderosa que lo había comido y transformado en migajas de hierro. Y ahora solo era una ruina.
Un tiempo después el pájaro metálico regresó, siguiendo con su misión de pasar revista a los árboles bandera de los planetas conquistados. Sobrevolaba ya sobre Hkmir, tranquilo y distraído, esperando distinguir al árbol de hierro cuando vio, en el lugar del árbol, un bosque con árboles fuertes de distintos tonos y matices. El árbol no estaba.
Se le paralizaron las alas y un fuerte temblor en el pico apenas le permitió seguir vuelo. El graznido de terror corrió como un trueno por las alturas.
- ¿Cómo? ¡ Descubrieron la fuerza secreta¡ chilló
Asustado apenas podía sostenerse en el aire. Una vez descubierta, la fuerza se conocería por todo el universo.
No quiso saber más, con dificultad batió las alas y fugó aterrorizado.
Mientras el pájaro huía miró hacia abajo y tuvo una visión: la imagen de la fuerza secreta se movía en el suelo del planeta.
Volando en las grandes alturas vio distintas corrientes de color que se desplazaban. Las gentes, los siete colores del bosque, la ciudad, todo abajo se movía formando un alegre tapiz hecho de infinidad de figuras.
- ¡La fuerza aglutinante! – repitió el pájaro que no podía pensar en ninguna otra cosa.
Mirando desde las alturas las gentes no se distinguían unas de las otras. Eran partículas, lunares, motas, colores en movimiento. Como todos los días los habitantes del lugar se encontraban, conversaban, iban a trabajar, a la escuela, a los sitios acostumbrados. Se encontraban y luego se despedían. Cosas comunes. Nada especial, lo de siempre.
Solo el pájaro veía algo extraordinario que no entendía.
- ¿Cómo descubrieron la fuerza secreta? ¿Y ahora, si esto se conocía, qué iba a suceder?
El pájaro no se detuvo a averiguarlo. Alarmado agitó las alas con mayor velocidad, corrió por el aire llevando la alarma a los señores de su planeta.
Alguien había descubierto su poder.
Si el pájaro lo decía así debía ser.
Mirando desde la gran altura, no se veía sin embargo nada especial.
Solo un tapiz donde los colores se movían, ondulaban. Eso sí, el tapiz parecía flamear, alegre y libre, más vigoroso que cualquier bandera.
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