MI CASA ESTÁ LOCA
Raquel M. Barthe
Todo comenzó en la cocina, aquella tarde cuando regresé de la escuela: la heladera estaba abierta y gran parte de los alimentos desparramados por el piso.
En la casa no había nadie más que yo y mi perro. Sabía, por lo tanto, que eso me convertía en el principal sospechoso y que mamá me culparía del desastre. Pronto llegaría del trabajo y tenía que apurarme a poner todo en orden.
Volví a acomodar la comida en la heladera y empecé a limpiar las gotas de leche que ensuciaban la cerámica importada, orgullo de mi madre. Me sorprendí al no encontrar el envase y que el rastro se perdiese al llegar al comedor. En parte me alegré porque, si mamá se enorgullecía del brillo de la cerámica del piso de la cocina, ¡ni hablar de la alfombra persa del comedor! Allí me esperaba una nueva calamidad: el plato de porcelana de la abuela, hecho añicos.
Entonces sí que me preocupé de verdad porque aquel plato era algo así como uno de los tesoros familiares.
Y, ¿dónde estaba el plato de la tía Adelfa? Ese que hacía juego con el de la abuela. Tenía que encontrarlo antes de que volviese mamá. ¿Por dónde empezar la búsqueda? ¿En el dormitorio de mis padres? ¿En el mío? ¿O en el de mi hermanita? También podía hacerlo en el garaje o en cualquiera de los tres baños que había en la casa, sin contar el lavadero o el cuartito bajo la escalera, donde se guardaban los cachivaches...
No sé por qué, pero tuve la sensación de que la casa se había vuelto loca; en cada lugar una nueva catástrofe me aguardaba. Y no dejaba de pensar, “mi casa está loca, mi casa está loca”.
Faltaba la colcha de mi cama y la almohada de mi hermanita; las pantuflas de papá estaban en el garaje y el canasto con la ropa para planchar, misteriosamente, había pasado del lavadero al baño.
A esa altura de mis investigaciones, caí en la cuenta de que Rigoleto no había salido, como de costumbre, a recibirme.
Me dominó el pánico; ¿acaso le habría sucedido algo a ese amigo y fiel compañero de tantas aventuras?
-¡Rigoleto, Rigoleto! –llamé impaciente, hasta que por fin escuché con alivio sus ladridos desde el jardín y salí a su encuentro.
É l también corrió hacia mí, por lo que no llegué hasta la cucha.
¡ Aaaaah! De haberlo hecho hubiera develado el misterio mucho antes, porque allí se ocultaba el enigma: sí, Rigoleto tenía su secreto, ¡un gran secreto!
Su buen corazón le había dado refugio a una gata que iba a tener gatitos.
Y allá, en el fondo de la cucha, estaba la colcha de mi cama, la almohada de mi hermanita y el plato de la tía Adelfa con leche para alimentar a la madre y a la cría.
¡ Mi casa no estaba loca! Pero yo sí me volví loco; loco de alegría cuando descubrí el origen de los extraños sucesos.