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TODO LO QUE HAY QUE SABER LO APRENDÍ EN EL JARDÍN DE INFANTES. Robert Fulghum. Buenos Aires, Emecé,1990 |
El golpe en la puerta fue duro, urgente, insistente, un augurio de crisis; pam-pam-pam-pam-pam... Corro a la puerta, hurgo en la cerradura, bombeando adrenalina, preparándome para una emergencia. Un chiquito, con una expresión extraña. Me tiende una nota garabateada en un papel desdoblado: “Me llamo Donnie. Rastrillaré sus hojas. Un dólar por jardín. Soy sordo. Puede escribir la respuesta. Sé leer. Rastrillo bien.”
(Detrás de nuestra casa hay una hilera de arces que parecen maduras matronas extravagantemente vestidas con un millón de hojas-lentejuelas. A su tiempo las lentejuelas se desprenden. No hay mucho viento en nuestro jardín por lo que las hojas yacen ahora alrededor de los pies de las damas como batas dejadas en el suelo al entrar al baño de invierno.
Me gusta cómo queda el jardín. Me gusta muchísimo su aspecto. A mi mujer no le gusta. A las revistas de jardinería tampoco les gusta. Las hojas tienen que ser rastrilladas. Hay reglas. Las hojas no son buenas para el paso. Son sucias y mohosas. Pero me gustan tanto que una vez llené con ellas mi clase en el colegio hasta la altura de los tobillos.
Hay una razón para las hojas. No hay razón para cortar el pasto, digo yo.
Mi esposa no lo ve así. Hay una acusación tácita de pereza en el aire. Hemos discutido esto antes. Pero este año hemos llegado a un acuerdo en nombre del método científico. La mitad del jardín será debidamente rastrillada y la otra mitad será dejada al cuidado de la naturaleza. Cuando llegue el verano, veremos. Y así su parte está rastrillada y la mía no. Que así sea.)
Como un piloto volando por instrumentos en medio de la niebla, el chico mira atentamente mi cara en busca de información. Sabe que tengo hojas. Las ha visto. En realidad, mi jardín es el único en el barrio con hojas secas. Sabe que su precio es justo. Me tiende solamente lápiz y papel para que le responda ¿Cómo puedo explicarle la importancia del experimento científico que se está desarrollando en mi jardín de atrás?
(En cierto modo, los árboles están allí a causa de las hojas. Con desenfrenada extravagancia, innumerables semillas han bajado del cielo como helicópteros para aterrizar como fuerzas de asalto y vestir la tierra de verde. Después vienen las hojas para cubrir, proteger, calentar y alimentar la próxima generación de árboles. Suelo pedregoso, podredumbre, moho, bacterias pájaros, ardillas, insectos y personas: todos intervienen. De algún modo, algunas semillas tenaces se aferran y aferran y aferran, para salvar la vida. En el silencio de la oscuridad invernal, prevalecen, se arraigan y sobreviven para convertirse en la próxima generación de árboles. Ha sido así desde tiempo inmemorial, y alteramos el proceso a nuestro propio riesgo, digo yo. Esto es importante.)
“Me llamo Donnie. Rastrillaré sus hojas. Un dólar por jardín. Soy sordo puede escribir la respuesta. Sé leer. Rastrillo bien.” Me tiende el lápiz y el papel con paciencia, esperanza y buena voluntad.
Hay veces en que los hechos más simples ponen en tela de juicio todos nuestros motivos existenciales. ¿Qué haría yo si él no fuese sordo? ¿Qué diferencia hay? Ambos quedamos en silencio, callados por diferentes razones. En el mismo instante en que él se da vuelta para irse, yo tomo el lápiz y el papel, y escribo “Sí. Sí, me gustaría que rastrillases mis hojas.” Grave asentimiento de cabeza del atento y pequeño hombre de negocios. “¿Lo haces cuando están mojadas?”
“Sí”, escribe él.
“¿Tienes un rastrillo?”
“No.”
“Este jardín es grande; hay muchas hojas.”
“Sí.”
“Creo que debería darte dos dólares.”
Una sonrisa “¿Tres?”, escribe él.
Un guiño.
Hemos celebrado un contrato. Voy a buscar el rastrillo, y Donnie, el sordo rastrillador de hojas, pone mano a la obra en el rápido crepúsculo de noviembre. Rastrilla en silencio. Yo lo observo en silencio, desde la ventana de la casa a oscuras ¿Habrá algún sonido en su mente?, me pregunto. O sólo el hueco y vacío sonido del mar que yo oigo cuando me aprieto las orejas con los dedos lo más fuerte que puedo.
Cuidadosamente, rastrilla las hojas y hace una gran parva, según mis instrucciones. (Sí, creo que volveré a esparcirlas por el jardín cuando el se haya ido. Soy terco.) Minuciosamente recorre de nuevo todo el jardín, recogiendo a mano las hojas que han quedado y llevándolas a la parva. También él es terco en cuanto a sus valores. Rastrillar hojas quiere decir todas las hojas.
Me dice con señas que tiene que irse porque es de noche y debe ir a casa a comer, y deja el trabajo sin terminar. Como he pagado por adelantado, me pregunto si volverá. A mis cuarenta y cinco años, soy cínico. Demasiado cínico. Por la mañana, ha vuelto a su tarea, comprobando primero el terreno ya rastrillado en busca de las recién caídas. Se enorgullece de su trabajo. El jardín queda limpio de hojas. Noto que toma varias de las hojas amarillas más brillantes y las guarda cuidadosamente en el bolsillo de su camisa. Junto con un buen puñado de semillas.
¡Pam-pam-pam-pam! Llama a la puerta y me hace señas que ha terminado su trabajo. Al alejarse calle arriba, veo que arroja al aire una semilla tras otra. Un beneficio extra. Parado en mi puerta, envuelto en mi propio silencio, sonrío al ver su diversión. Beneficios extras.
Mañana saldré al jardín y empujaré la parva de hojas por sobre la orilla del barranco detrás de casa, para agregarlas al abono vegetal acumulado allí. Lo haré silenciosamente. Las hojas y las semillas tendrán que forjarse ellas mismas su destino este año. No sería justo deshacer el trabajo del chico. Mi experimento científico tendrá que dejar su lugar a algo más humano. Las hojas ceden, las semillas ceden, y yo también debo ceder a veces y unirme a otro de los imperfectos pero tenaces sobrevivientes de la naturaleza.
Fuerza, Donnie, fuerza.
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