EL REY SILENCIOSO
El antiquísimo y lejano reino de Lontamar, situado en los confines del mundo, tenía lluvias regulares, temperaturas agradables y una vegetación exuberante, casi selvática. Abundaban los árboles de alto y vigoroso tronco y con hojas grandes, paralelinervias, que protegían del sol.
Los arroyos y riachuelos, de cristalinas aguas, discurrían por doquier entre fértiles campos y terrenos eternamente cubiertos de hierbas verdes y flores multicolores.
A pesar de habitar uno de los paraísos terrenales, los lontamarenses no eran felices. El rey, Gúndar I, los tenía atemorizados. Gúndar I era un rey de estatura media y cuerpo flaco. Su pelo rojizo y encrespado le daba un aspecto de puercoespín. Sin embargo su voz resonaba como el rugido del trueno y su mirada diríase que traspasaba tu mente con la energía del rayo, hipnotizándote, aniquilándote.
Gúndar I no aceptaba nunca que le llevasen la contraria ni aunque se hablase sobre quién ganaría el campeonato de kotabol - deporte nacional de Lontamar, semejante al fútbol actual que se jugaba con una pelota hecha de hojas secas de senómoro, cuyo tronco medía más de 30 metros de altura. Hacía ya treinta años que nadie osaba siquiera mirarle la cara.
Los más viejos del lugar cuentan, entre susurros, que un pueblo entero fue arrasado por las salvajes huestes del rey porque su alcalde llegó con retraso a una recepción oficial. Su bella hija- única superviviente- fue raptada y llevada como esclava a palacio.
En la recóndita aldea de Faramosa, situada entre las encrespadas cumbres de la sierra de Llatacás, un grupo de jóvenes se reunía cada noche a pensar la manera de librarse de tan inhumano y sanguinario monarca. Elaboraron multitud de planes y complots. Pero al presentárselos al sabio Kotafaz los rechazaba por demasiado peligrosos o por carecer de una retirada segura.
Por fin, en el solsticio de invierno, Jana y Elí fueron autorizados a visitar a la bruja Kamilú que fue desterrada al desierto de Binge por el rey Amachén V, abuelo del actual soberano.
El viaje fue largo y penoso. Tuvieron que esconderse continuamente de los soldados de Gúndar I, pasando días y noches enteras semienterrados, sin apenas poder respirar ni mucho menos comer y beber.
Al cabo de tres meses de peligros y penurias, Jana y Elí, escuálidos y desgreñados, se presentaron ante Kamilú.
Le contaron pormenorizadamente el motivo de su visita y esperaron anhelantes su consejo.
La vieja Kamilú tenía la piel arrugadísima y sus párpados mantenían sus ojos en semipenumbra. En cambio sus manos se movían ágiles y nerviosas, atizando el fuego de la hoguera o recogiéndose sus innumerables faldones para extraer extraños artilugios de latón.
Kamilú no había abierto la boca durante el relato de los jóvenes y aún permaneció en completo silencio dos días más, en actitud reflexiva y meditabunda.
Al amanecer del tercer día, Elí y Jana saltaron de sus catres, se pusieron las ropas de viaje y acompañaron a Kamilú. La vieja ascendió con lentitud a la Gran Piedra, miró en dirección al sol naciente, alzó sus brazos y con voz cavernosa dijo:
- Hay que robarle la voz.
Seguidamente descendió de la roca, les entregó sendos zurrones con hierbas de exóticos aromas y galletas de extrañas formas y texturas, se acurrucó junto al fuego y se olvidó de sus huéspedes.
Jana y Elí cruzaron una mirada de estupor y se alejaron con desoladora lentitud.
- ¿Cómo presentarse ante sus paisanos con tan raquítico plan? - se preguntaban continuamente.
Al llegar a su aldea, sin apenas tiempo para lavarse la cara, fueron conducidos ante el sabio Kotafaz. Cuando Jana y Elí, con voz trémula, comunicaron al anciano las enigmáticas palabras de Kamilú, éste, tras un instante de vacilación, esbozó una radiante sonrisa.
La consigna se propagó como la pólvora entre los habitantes de Lontamar. Se celebraban ceremonias, desconocidas hasta entonces, donde se emitían continuos gritos de júbilo.
Como era tradicional en el solsticio de verano, Gúndar I había convocado a todos sus súbditos a la "Gran Fiesta de Exaltación Monárquica".
Cuando el soberano abrió las puertas de la imponente balconada de su palacio observó con satisfacción que se había congregado más gente que nunca.
Las palabras del monarca eran interrumpidas a menudo por extraños y alegres gritos. A medida que el discurso avanzaba, los gritos eran más continuos, más ensordecedores. Los soldados se miraban desconcertados, prestos a intervenir. Pero al observar la cara de placer de su jefe, permanecían en sus puestos y descuidaban sus armas.
Tal era el jolgorio que incluso bastante personal de tropa se sumó a él, gritando, cantando, moviéndose sin parar.
Instantes después Gundar I, observó con horror, que no oía su propia voz, sepultada literalmente entre la algarabía.
Gundar I, casi sin darse cuenta, anulado por miles de voces y cuerpos fue conducido a las oscuras mazmorras de Chaconlé, donde quedó mudo para siempre.
Así fue como, poco a poco, los habitantes de Lontamar recuperaron sus democráticas leyes, su dignidad de personas libres y su pasión por el Katagol.