En un pequeño barrio, había muchas casitas. Todas formaban un conjunto armónico y prolijo, eran idénticas. Tenían rejas verdes y jardines al frente. En una de ellas, muy oscura y de ventanas cerradas, vivía un hombrecito.
A su alrededor no existían pájaros, ni flores y lo que es peor aún, los niños del barrio, jamás se acercaban por allí. Cuando lo hacían, sólo era para tirar palos a su jardín sin flores, o piedras contra las ventanas.
Cuando el hombrecito oía las piedras golpear y los gritos de ellos, se acurrucaba en su cuarto sin luz, a esperar que se fueran.
En el armario de su cocina, guardaba latas de dulce de sabor amargo, arroz amargo, queso amargo y todo lo que él comía, tenía el mismo sabor amargo.
El pobre hombrecito parecía no escuchar el canto de los pájaros, no sentir el aroma de las flores, tampoco se había fijado en sus colores, ni había apreciado los verdes de los árboles de variadas especies y formas. Mucho menos hubiera imaginado que abriendo las ventanas, el sol podría entrar y calentar su pequeña casa.
En su fondo lucía un enorme parral que nunca daba uvas, de los ciruelos sólo crecía una fruta oscura, arrugada y amarga y de los naranjos nacían naranjas ovaladas, secas y de sabor amargo.
Parecía no tener amigos, nadie se acercaba a su casa, todos los vecinos le temían, lo creían loco o enfermo y por lo tanto, no querían contagiarse de aquel terrible mal.
- Este hombrecito jamás se ríe ¿Vieron? – comentaba Juana con otras vecinas, mientras barría la vereda.
Cada vez que lo veían pasar, todos corrían y se metían rápidamente en sus casas.
Frente a la casa de nuestro hombrecito, vivía una familia cuya hija había perdido la vista por una enfermedad que aún carecía de fármacos o cirugía que garantizara el restablecimiento total de sus ojos. En un principio sus padres se angustiaron porque la pequeña tendría dificultad de aprendizaje y por lo tanto no hicieron otra cosa que protegerla demasiado por miedo a que se cayera o fuera rechazada por los demás niños del vecindario...
Sin embargo Agustina, como así se llamaba la niña, era fuerte y decidida, sufrió mucho cuando perdió la vista, pero enfrentó la situación con valentía y pidió a sus padres que ella necesitaba poder vivir como los demás chicos y chicas del colegio. Siempre quería conocer mucho más de lo que tenía a su alcance. Fue entonces que sus padres hablaron en una Institución especial para personas no videntes y le obsequiaron un bastón blanco para que su caminata fuera más segura. Su madre tenía al frente de su casa un hermoso jardín con el cual Agustina disfrutaba en cada mañana de sol, lo recorría de punta a punta, tocaba las flores tratando de adivinar cual era su color, su textura y hasta se le había oído hablar con ellas. Su rostro era fresco y alegre y al faltarle la vista, Agustina había desarrollado sus otros cuatro sentidos más que nadie. Podía oír los pasos en la calle, el perfume de las flores, los pájaros cantar en la copa de los árboles, las charlas de las vecinas en la callecita y todo lo que ocurría a su alrededor.
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